La vida es efímera, y la muerte puede resultar en ocasiones ridícula e inoportuna. Lo descubrí con catorce años, cuando supe que mi antiguo compañero del colegio había fallecido, con mi misma edad, en un entrenamiento de fútbol, de un ataque al corazón.
Por aquella época yo visitaba Madrid con cierta frecuencia. Sólo hacía tres años que había abandonado la capital y aún había muchos lazos que me ataban a ella; la antigua vida, la familia, los amigos... Así que vas y vienes, cada vez con menos ánimo, pero sigues yendo, hasta que un evento de este tipo se cruza en tú camino. De hecho, y creo que no lo había pensado hasta ahora, este debió ser el primero de los factores que empezaron a romper mis cadenas con Madrid.
Dos años después, en la estación del tren de Sóller, me pasó algo que hoy en día me sigue pareciendo insólito. Estoy seguro de que lo vi entrando a coger el tren, ataviado con ropa verde y una mochila. Nos miramos un instante y desapareció en el interior de la estación. Sé que no es posible, pero me gusta pensar que fue una especie de despedida.
Aún hoy en día me da por recordarle alguna que otra vez. Óscar, aquel chico con el que realmente nunca llegué a tener una gran relación, pero que aún así me enseñó que la vida siempre puede ser más dura de lo que parece, y que la muerte es traicionera e insensible, y que nunca estamos preparados para afrontarla, venga como venga.