Óscar

La vida es efímera, y la muerte puede resultar en ocasiones ridícula e inoportuna. Lo descubrí con catorce años, cuando supe que mi antiguo compañero del colegio había fallecido, con mi misma edad, en un entrenamiento de fútbol, de un ataque al corazón.

Por aquella época yo visitaba Madrid con cierta frecuencia. Sólo hacía tres años que había abandonado la capital y aún había muchos lazos que me ataban a ella; la antigua vida, la familia, los amigos... Así que vas y vienes, cada vez con menos ánimo, pero sigues yendo, hasta que un evento de este tipo se cruza en tú camino. De hecho, y creo que no lo había pensado hasta ahora, este debió ser el primero de los factores que empezaron a romper mis cadenas con Madrid.

Dos años después, en la estación del tren de Sóller, me pasó algo que hoy en día me sigue pareciendo insólito. Estoy seguro de que lo vi entrando a coger el tren, ataviado con ropa verde y una mochila. Nos miramos un instante y desapareció en el interior de la estación. Sé que no es posible, pero me gusta pensar que fue una especie de despedida.

Aún hoy en día me da por recordarle alguna que otra vez. Óscar, aquel chico con el que realmente nunca llegué a tener una gran relación, pero que aún así me enseñó que la vida siempre puede ser más dura de lo que parece, y que la muerte es traicionera e insensible, y que nunca estamos preparados para afrontarla, venga como venga.

La abuela Fernanda

Nació en 1899 y murió en 1984, con lo que este año hubiera cumplido 109 años. Con 16 años se quedó ciega espigando trigo. Superó la guerra civil y fue una buena abuela, según mi madre. Tuve el placer de conocerla, era mi bisabuela.
La recuerdo siempre con sus gafas, a pesar de que nunca llegó a ver más que borrones, pero siempre tenía una sonrisa para todo el mundo, y palabras amables. No la conocí vestiendo otro color que no fuera el negro, y siempre coronada con un moño blanco, de un pelo que algunos dicen que era de los más bonitos de madrid. Era una mujer entrañable, esta bisabuela mía.
A mi padre le habían destinado tres meses a Palma, y como era verano le acompañabamos. En aquel entonces no había móviles, así que mi madre llamaba cada día a casa de sus padres desde una cabina. Aquella noche vi salir a mi madre llorando de la cabina; yo tenía once años.
Es curioso cómo tengo grabada en mi mente la cara amable de la abuela Fernanda, con sus ojos azules intensos pero invidentes, semiocultos tras unos cristales muy gruesos que le hacían vivir en un mundo de luces y sombras. Era cara siempre está sonriendo, cuando me acuerdo de ella, como diciendo que no nos preocupemos, porque nos espera en algún sitio cuando nos toque llegar a nosotros.

Mi primo Carlitos

Quiero empezar una nueva serie para recordar a aquellos que hemos dejado atrás y que han significado algo en mi vida. Son personas que ya han fallecido y cuya muerte me ha afectado por haber sido cercanos a mi. Ya que estoy dejando tantos fragmentos importantes de mi vida, creo que no podía faltar una serie así. A esta serie, o categoría, voy a llamarla Tributo. Al final estoy seguro de que vais a acabar conociéndome bien, pero es algo que me he planteado y que también servirá un poco de filtro para mi espíritu.
La primera vez que tuve contacto directo con la muerte fue cuando faltó mi primo Carlitos. Mi tía transmitía una enfermedad de tipo genético que no sé cómo se llama, aunque sí sé que se producen casos contados y que sólo se transmite a los varones. Además, por fortuna, no es sistemática, ya que mi prima no ha tenido el problema con su hijo. Sin embargo tanto mi primo como su hermano, al que no llegué a conocer, la padecieron y fallecieron por esa causa.
Siendo muy pequeño, recuerdo el padecimiento de mis tíos. Y también recuerdo que vivían más tiempo en el hospital que en su casa. Sólo le veía en fechas señaladas y era todo un acontecimiento, la Navidad, cuando nos juntábamos en casa de mi abuela, en Alcorcón, porque era cuando podíamos disfrutar con ellos del evento.
Si no recuerdo mal, yo tenía nueve años cuando recibimos la llamada en casa. Mi primo fallecía con once años de edad, y mi madre nos lo comunicó durante la comida. A mi padre, pues era el hijo de su hermana, lo percibí raro los días siguientes, y tuve que crecer un poco para entenderlo.
Nunca se lo dije a nadie. En casa siempre se ha hablado muy poco del tema, pero a mi me sentó como un jarro de agua fría. Siempre me he acordado mucho de él, aún no entiendo muy bien porqué. La Navidad en Alcorcón ya no volvió a ser igual y aún hoy en día no puedo evitar recordar esos días cuando llega tan señalada fecha.

Última cicatriz

Esta es la última que puede apreciarse a simple vista. Por supuesto hay muchas que no, pero de esas hablaré en otra serie, muy pronto.
No es que esté gordo, pero a mis 35 llevo con cierto orgullo la barriguita que, si te fijas un poco, se puede apreciar por encima del cinturón. La cuestión es que quise hacerla desaparecer en el año 2004, estando mi mujer embarazada de mi hija. Lo quise hacer por la vía sana, así que me presenté en mi médico explicando el caso. Me hizo unos análisis y vio que tenía colesterol y ácido úrico, y me dijo que antes de empezar con la dieta tenía que hacer desaparecer ambas cosas.
Estuve tomando Alopurinol y Simbastatina durante un mes, hasta que un día me salió un salpullido y empecé a tener fiebre. En el médico de urgencias me dijeron que se trataba de rubeola, a pesar de que le dije que lo encontraba improbable por el hecho de que estaba vacunado tanto de pequeño como en la mili. Pero claro, la respuesta es obvia: ¿Quién es el médico?¿Tú o yo?
Así que empecé a tomar antibióticos que no me hicieron nada, ya que evidentemente no era rubeola.
Me tiré una semana en cama sin que bajara la fiebre ni un sólo día, hasta que pasó lo que ya tardaba en pasar. Al sexto día, de una fiebre especialmente alta, me quedé inconsciente.
Cuando desperté me encontraba lleno de tubos y con dos tubitos de plástico conectados a mis venas. Había tenido una reacción alérgica al alopurinol y la simbastatina de grado muy severa, agrabada por los medicamentos contra la supuesta rubeola. Lo que son las cosas, un médico casi me mata y otro me salvó la vida por los pelos.
La reacción me había hecho polvo por dentro, y por fuera estaba totalmente hinchado y lleno de manchas. Las fotos hoy en día me ponen la piel de gallina. Me hicieron una biopsia quitándome un pedazo de carne justo debajo de la cicatriz del navajazo, y era cicatriz es el objeto de este post.
Tardé algunos meses en recuperarme, pero hoy en día no es más que un mal recuerdo.

Death race

A un convicto acusado injustamente de asesinar a su mujer, se le ofrece la oportunidad de ganar la libertad si gana tres carreras de la muerte. En estas carreras vale todo, y los vehículos van armados hasta los dientes.
Este tipo de películas se sigue demostrando que la acción a raudales es comercial. En cierto modo me ha recordado a la mítica saga de Mad Max; tiene ese carácter de destrozo y explosiones que te mantiene prácticamente atado a la silla.
El argumento en sí no es más que una excusa, y si bien los actores principales no brillan por su actuación sí lo hacen los secundarios. La película conserva todos los ingredientes del género de acción, incluída la chica de turno, pero se han incorporado elementos típicos de los videojuegos en el trazado de las carreras. Eso es, bajo mi punto de vista, lo que salva al menos el punto de originalidad.
No es más que una película para pasar el rato. Ojo, no es para menores. Es algo violenta para mi gusto.

Sexta cicatriz

Hace nueve años adopté a mi perro. Yo nunca había tenido ninguno, así que no tenía muy claro cómo debía tratarlo o educarlo. Lo único que sé es que a veces conseguía sacarme de mis casillas. En una de esas, cuando aún era un cachorro de pocos meses, me enfadé mucho con él, y durante la bronca le fui arrinconando sin darme cuenta. Entonces me sacó los dientes y cuando fui a golpearle (no os vayáis a creer ahora que maltrato a los animales, ha sido la única vez que le pegué, y sólo fue un toque) él abrió la boca y me enganchó el dedo corazón de la mano derecha.
Empecé a sangrar de forma abundante y cuando llegó mi mujer por el escándalo yo ya tenía el dedo bajo el chorro de agua del grifo. Vimos que dentro del corte había algo blanco y mi mujer creyó que era un diente del perro, así que intentó extraerlo con una pinza.
Creo que pocas veces en mi vida he sentido tanto dolor, ya que lo que intentab extraer mi mujer no era un diente, sino mi tendón. Fué horroroso.
Me ha quedado una bonita cicatriz en ese dedo a causa de dicha aventura.

Las crónicas de Spiderwick

Una mujer y sus tres hijos, dos chicos y una chica, se mudan desde Nueva York a una casa de un familiar. Allí uno de los chicos encuentra un diario donde cuenta sobre las criaturas mágicas que pueblan el bosque. A partir de aquí comienza la aventura.
Es decididamente una historia para niños, pero no demasiado pequeños. No por la historia en sí, sino por las transformaciones de algunas criaturas.
Los actores elegidos no son de primera línea, sino que parecen rescatados de películas de serie B y eso se nota. En cuanto a los efectos especiales no son muy espectaculares, teniendo en cuenta los recursos tecnológicos de los que disponemos hoy en día.
Es una película a la que no se le ha hecho la publicidad adecuada, bajo mi punto de vista y eso en este caso le hubiera dado muchos puntos.
La película se puede ver, es entretenida, pero no mucho más. Es de esas que guardar en un cajón sin volverte a acordar de ella. Pero la recomiendo sí eres de los que gustan de historias de fantasía.

 
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